Si hay algo que abunda en la tierra, tanto como el aire o el
agua, son las letras. No sólo aparecen en libros, periódicos o revistas,
también están en las calles, en los edificios de apartamentos, en las fábricas,
en los centros comerciales, dentro y fuera del transporte público, y cómo
ignorar su constante presencia en la sopa y en los pagarés.
La palabra escrita justifica su existencia siendo, ni más ni
menos, un puntal de la comunicación humana. Los mensajes escritos son vitales
para comunicarnos. Por ejemplo: las cartas. En los hogares de antaño la
necesidad de noticias –de parientes lejanos o de amigos entrañables- creaba tal expectación por la llegada del
cartero que sólo podía compararse con la ansiada aparición del panadero en los
fríos atardeceres de invierno.
Nuestra capacidad para anunciar verbenas populares, para expresar
nuestros sentimientos más nobles o para enviar notificaciones se reduciría
notablemente si no se escribieran los respectivos mensajes, y sería en verdad
extraordinario que un ávido lector entrara a las bibliotecas para saciarse de
sabiduría en estantes de libros repletos de páginas, quizá numeradas, con sus
renglones en blanco.
Las letras tienen un poder ilimitado, nadie podrá negar
–incluidos los imposibilitados para la lectura- que este mundo gira por obra y
gracia de la palabra escrita. Basta una instrucción, una orden, una petición,
siempre por escrito, para que el mundo se mueva.
Pero tal profusión de letras sólo es posible gracias a la existencia
de aquellos que escriben. Los mensajes escritos, los textos, no surgen de la
nada como la maleza en temporada de lluvias. Para que ocurra el milagro de la
palabra escrita se requiere de obreros y artistas que las produzcan.
El avance en el dominio de la escritura ha sido lento, en
épocas pretéritas el hombre era más apto para la espada que para la pluma. Un día surgieron
los filósofos, los dramaturgos y los historiadores y comenzaron a escribir. Aun en semejante escasez de
letrados fue posible la conformación de grandiosas bibliotecas.
Con el avance de la civilización –promovida más por la pluma
que por la espada- más personas, de diversas profesiones, le fueron tomando
gusto a la escritura. Cuando se inventaron las farmacias se hizo necesario que
los médicos escribieran sus prescripciones. A propósito, hasta ahora ninguna
academia ha hecho justicia a los boticarios, que –antes del uso indiscriminado
de los ordenadores- convertían los garabatos de los facultativos en recetas para
curar enfermedades.
Hoy en día casi cualquier ser humano está capacitado para plasmar
sus ideas por escrito. Algunos escriben tan bien que transforman el oficio en
arte. Cuando esto sucede al que escribe se le llama escritor y está listo para
hacer novelas, inventar cuentos y poemas que se elevan a la cima del quehacer
artístico.
Algunos escritores son mejores que otros y reciben homenajes
y reconocimientos. En cambio, los que están abajo del promedio pasan inadvertidos
en el mundillo de las letras.
Aunque quizá en el gusto por escribir hubiera alguna coincidencia, es impensable la comparación entre un artista y un simple obrero del oficio. Ciertamente, podríamos colegir –partiendo de que según el sapo es la pedrada- que la satisfacción del artista que moldea una joya literaria es directamente proporcional a la del oficiante que pergeña un convincente texto para promocionar un nuevo y potente raticida.
Aunque quizá en el gusto por escribir hubiera alguna coincidencia, es impensable la comparación entre un artista y un simple obrero del oficio. Ciertamente, podríamos colegir –partiendo de que según el sapo es la pedrada- que la satisfacción del artista que moldea una joya literaria es directamente proporcional a la del oficiante que pergeña un convincente texto para promocionar un nuevo y potente raticida.
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