"Una parvada de cigarrillos aletea incesante entre el aula de clases y el corredor mientras el maestro maravilla a sus oyentes con el influjo de su palabra."
En tanto esta ficción minimalista alcanza el reconocimiento que por legítimo derecho le corresponde -y confiando que el desgaje de la íntima aspiración no menoscabe el juicio de los críticos encargados de llevarla a la posteridad- haremos algunas precisiones.
Es mínima, pero no es ficción, es el verídico relato de ciertos acontecimientos acaecidos en la Facultad de Historia de la Universidad Veracruzana aquí en Xalapa. A menudo el aula extendía su espacio hasta el café.
El tiempo es relativo, puede ser ayer, hace un año, hace diez o hace veinte, lo cual no enfatiza la longevidad sino la perseverancia del protagonista de la historia.
El profesor es Javier Ortiz Aguilar, un catedrático en la flor perenne de la sabiduría, que cultiva en páramos donde para el campesinaje sería impensable producir un chile.
Los oyentes son sus alumnos, siempre pocos y faltos de uno o más tornillos. El escaso auditorio es prioritario, pues Javier, seguidor del precepto de que mucho ayuda el que no estorba, condesciende con los que practican el meritorio arte de equilibrar un hueco sobre los hombros.
Ya recogidos, en confianza, comienzan los devaneos con la filosofía de la historia y la filosofía política, uno a uno se presentan Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Hobbes, Locke, Kant, Hegel, Lyotard y todos aquellos que sin mediar salvoconducto procedieron a transitar por mi memoria.
Una característica primordial de Javier es que fuma como persona pudiente: enciende un cigarro, cuando ha consumido la mitad lanza el resto con sorpresiva destreza por el marco de la puerta y, sin importar el destino de la parte que voló, de inmediato le pide a alguien que le encienda el siguiente cigarrillo.
Su naturaleza lo inclina a la lectura, con la peculiaridad de que no posee, materialmente, ningún libro a pesar de que cada mes adquiere varios. Luego de asimilar el contenido se deshace del libro: lo presta o lo pierde.
Quienes lo hayan escuchado, sin atenderlo, dirán que es mentira que maraville con su voz, cierto, en el aire se transporta aceda y ronca, producto de los años de tabaco, pero en el oído es otra cosa. Es decir, el artilugio no es literario.
No añadiré ni un jeme a la merecida gloria del maestro diciendo que recuerdo sus lecciones de memoria, apenas poseo ciertas vaguedades. En cambio, lo que se grabó en mi corazón fue su intensidad, su insaciable sed de saber y de enseñar, su entusiasmo por expresar y defender sus ideas. Y cómo olvidar esa innata habilidad para mandar a volar los cigarrillos.
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